domingo, 4 de marzo de 2012

CONOCER--SALUD.Dukan la monta gorda./ CONOCER-ARTE/ ¿Con qué trabajadores empatizamos más?.

TÍTULO:  CONOCER--SALUD.Dukan la monta gorda.

Tiene 24 millones de seguidores dispuestos a comer ingentes cantidades de salvado de avena, así que, cuando Pierre Dukan-foto- habla, medio mundo tiembla... Esta vez no viene con proteínas, sino con provocaciones. En su próximo libro, el rey de las dietas reivindica las curvas. En las mujeres, eso sí. Y advierte que la falta de ellas va a acabar con la civilización. Como lo oye.

La civilización está amenazada por la delgadez. Esta es la premisa que sostiene el dietista francés Pierre Dukan en su último libro, Guardar la línea sin perder las formas [Ediciones Martínez Roca].
«No sé si acabaré convenciendo al lector de que los hombres las prefieren con curvas –anuncia–, pero puedo afirmar que los hombres no soportan
a las delgadas».


Famoso por su dieta hiperproteica, seguida por celebridades como Jennifer López, Penélope Cruz o las hermanas Middleton y criticada por prestigiosos nutricionistas por, supuestamente, aumentar el colesterol, causar problemas cardiacos y cáncer de mama, en su nueva obra, Dukan desea que el lector, según sus palabras, comprenda el sentido y la función de lo que él llama ‘redondez’: los «atributos mágicos» de la mujer.
Esto es, pechos, caderas y muslos, objeto de rechazo durante los últimos tiempos, dice, «después de 80.000 generaciones de adoradores» de tan seductoras formas.



Para Dukan, una mujer redonda «no es gorda», sino que está normalmente constituida con unos atributos perfectamente señalizados. «No deseo que se imponga el reino de las gordas y de las obesas –aclara–. Los excesos en la mesa solo sirven para fabricar obesas, nunca mujeres redondas. Las curvas son una cuestión de hormonas y de feminidad».


En su línea argumental Dukan afirma en su libro, repleto de frases contundentes, que renegar de la exuberancia femenina «en forma de guitarra» es un enorme paso hacia nuestra extinción. El autor, para fundamentar su teoría, enumera los elementos que distinguen a un hombre de una mujer. Habla, por ejemplo, del tamaño: «No existe ninguna cultura en la que el hombre busque sistemáticamente a una mujer más grande que él, porque una mujer de gran tamaño es menos femenina que una de estatura estándar». Y concluye siempre en la misma línea: «Una mujer a la que se privase totalmente de la `redondez´ no tendría ninguna oportunidad de encontrar un compañero que aceptase fecundarla», sentencia.


La debilidad de la mujer, prosigue el dietista, es su fuerza, lo que se nota en sus pequeños hombros en relación con su ancha cadera. «Una mujer cuya fuerza física, moral o social supere la de su marido termina por perder a este antes o después, víctima de una sexualidad que no encuentra ya su razón de ser». Todas estas mujeres, argumenta Dukan, estarían acercándose peligrosamente a la figura masculina y, sin las marcadas diferencias entre hombres y mujeres, concluye, los lazos afectivos y sexuales no se conservarán por mucho tiempo. «Si hombres y mujeres se parecen, la magnética atracción entre ambos dejará de existir, y, con ello, la familia –afirma–. Cuando se empuja a la mujer a trabajar, a volverla más reivindicativa, la diferencia se difumina. Cuando se la incita a desinteresarse de su hogar y a dedicar menos tiempo a sus hijos, la diferencia se reduce siempre. El sentido popular dice que solo los contrarios se atraen».



El dedo de dukan no tiembla a la hora de señalar a quienes, desde su visión de las cosas, han creado este escenario. Los principales responsables por causar esta «hipnosis colectiva» son los grandes modistos, según
él casi todos homosexuales, «déspotas indiscutibles de la seda y el algodón». Gracias a ellos, las mujeres han aceptado «la idea de semejante amputación».


En todo caso, Dukan salva a determinadas féminas de ese influjo: a aquellas que preservan su `redondez´, a quienes él, en todo caso, clasifica en dos categorías. Las ‘clásicas’, «mayoría silenciosa», establece el dietista, son «las madres de familia serias y sobrias» que, en el intento de ocultar sus curvas, «siempre aparentan tener más edad de la que tienen». Las otras, aquellas que hacen ostentación de su ‘redondez sexy’ son las mujeres «provocativas, orgullosas de sus redondeces», que rozan la vulgaridad. Son las únicas, a juicio del francés, que no han sido contaminadas con la «virulenta alergia que afecta a toda clase de mujeres, cualquiera que sea su condición social: obreras, intelectuales, burguesas acomodadas, simples dependientas, madres de familia numerosa o jóvenes colegialas.
Pero lo más sorprendente es encontrar, en ese batallón de frustradas, a combatientes de élite: presidentas-directoras generales autoritarias, abogadas, sagaces financieras, periodistas de renombre e incluso profesionales de la medicina un poco avergonzadas de llegar a eso».


Para Dukan, este panorama donde la mujer ha renunciado a la `redondez´ es una catástrofe de dimensiones apocalípticas y afirma que, «cuando lo cultural invade lo natural, cuando una moda afecta a un equilibrio biológico fundamental, amenaza a la civilización. Y, si esta civilización es la única sobre el planeta, es la especie en su totalidad la que está amenazada».

TÍTULO: CONOCER-ARTE:


Leo Castelli
El dandi que descubrió el pop art


Fue el primer galerista moderno. Un auténtico rey Midas del arte que, en tiempo récord, transformó el mercado para siempre. Un nuevo libro consagra la figura de este discreto seductor que descubrió, entre otros, a Andy Warhol, Jasper Johns y Roy Lichtenstein. Porque detrás de todo gran artista hay un gran marchante. Y detrás de todo gran marchante, una apasionante historia...


«¿Quieres el Güisqui con o sin hielo?».
«Con», respondió Leo Castelli. No podía imaginar que con tan sencilla decisión iba a cambiar su vida y, de paso, el mercado del arte mundial.


Era el año 1955 y Castelli era un burgués acomodado de Nueva York y gran aficionado al arte que acababa de abrir una pequeña galería en su propia casa. Quien le ofrecía la copa era Robert Rauschenberg, un amigo y artista que empezaba a hacerse un nombre. «Entonces vuelvo enseguida –le dijo Rauschenberg– porque mi vecino Jasper Johns es el dueño de la nevera que compartimos los dos». «¿Has dicho `Jasper Johns´?», repuso Castelli, animándose. Según contó años más tarde: «Bajamos al estudio y allí vi algo asombroso: cuadros de banderas, rojo, blanco y azul; simples, sin adornos; también había un cuadro enteramente blanco; dianas con moldes de yeso encima; alfabetos; números; y todo estaba elaborado con una técnica que apenas conocía: la encáustica. Fue amor a primera vista, total y absolutamente. `¿Quiere usted estar en mi galería?´, pregunté a Johns».


Castelli expuso a Jasper Johns y la muestra causó sensación, entre el gran público también, seguramente porque las pinturas de Johns resultaban mucho más asequibles que el expresionismo abstracto hegemónico hasta el momento. La ascensión de Jasper Johns en 1958 se vio secundada por la de su vecino, Rauschenberg, cuyos collages fueron recibidos con similar entusiasmo. Había nacido la galería más potente de Estados Unidos durante cinco décadas.



«Decidí que había llegado el momento de abrir una galería por el muy prosaico motivo de que tenía que ganarme la vida, de que comprendía que tenía que dedicarme a ello en serio si quería seguir pagando el alquiler». Así explicaba Leo Castelli en su vejez la decisión de convertirse en marchante de arte en 1952, cuando iba a cumplir los 50 años. Pero hay que tomarse sus palabras con cautela. En la práctica vivía del dinero de su acaudalada esposa y venía a ser un diletante más aficionado a la vida social que al trabajo duro.
Eso no quiere decir que fuese un simple marchante con el verbo fácil, y prueba de ello es que fue el rey Midas del mercado artístico de la segunda mitad del siglo XX.


Castelli fue una figura tan fascinante como improbable: nacido a principios del siglo XX en la ciudad italiana de Trieste en una familia judía burguesa, Leo Krausz (la familia más tarde adoptaría el apellido Castelli por imposición mussoliniana) no parecía predestinado a convertirse en el referente internacional que iba a ser. Mal estudiante en el colegio y la universidad (si bien políglota, voraz lector por su cuenta y dotado de una gran inteligencia), a los 18 años se sentía acomplejado por su corta estatura, hasta tal punto que sus padres le pidieron cita con el famoso psicoanalista Edoardo Weiss. «No les gusto a las chicas…», empezó el joven Leo. Según parece, tan solo fue necesaria una sesión para desbloquear a quien más tarde sería conocido por su irresistible encanto personal y por ser un verdadero imán para las mujeres.
Hijo mimado e indolente, el Leo Krausz de los años mozos respondía al prototipo de señorito de provincias frívolo. Harto de tenerlo en casa sin hacer nada, su padre en 1932 le consiguió un trabajo como oficinista en una importante compañía de seguros italiana en Rumanía. En Bucarest, dos flechazos que iban a cambiar su existencia: por primera vez se sintió fascinado por las vanguardias artísticas y conoció a la mujer de su vida, Ileana Schapira, hija de una buena familia judía y, como él, interesada en cuanto tuviera que ver con el arte moderno. Leo e Ileana se casaron al cabo de pocos meses. Siguieron unos años de vida despreocupada en el París de los años 30, donde el joven matrimonio tuvo ocasión de codearse con los surrealistas, pero la ocupación de Francia en 1940 por los alemanes puso brusco final a este feliz periodo. Leo e Ileana Castelli huyeron a América, acompañados por varios familiares. Allí, su millonario suegro rumano lo nombró director de una fábrica de ropas de punto, pero en lugar de pasar las jornadas en su despacho cogió la costumbre de marcharse a media mañana para visitar las galerías de la calle 57 o recorrer el MOMA. Su suegro a estas alturas lo consideraba un redomado inútil, pero Castelli no estaba perdiendo el tiempo: además de familiarizarse con la escena artística, hizo algunos amigos decisivos: entre ellos, el visionario director artístico del MOMA Alfred Barr y varios pintores del expresionismo abstracto: Mark Rothko, Willem De Kooning y Jackson Pollock.



A mediados de la década dio el paso decisivo y abrió su propia galería de arte en la casa donde vivía con su familia. Nacía la Leo Castelli Gallery, que iba a revolucionar la escena artística neoyorquina y que acabaría instalándose en el legendario número 420 de West Broadway, en el Soho.


Castelli no tenía demasiado interés en exponer a los expresionistas abstractos, por entonces sobradamente conocidos ni en presentar a los grandes artistas europeos, que tampoco necesitaban presentación. Lo que él quería era descubrir a artistas desconocidos. Y muy pronto iba a dar la campanada: con Jasper Johns. A partir de ahí, los años finales de los 50 fueron muy prósperos para Leo e Ileana Castelli, pero en privado la vida no era tan de color de rosa. Desde su boda, la pareja había ensayado distintos modelos de relación: vida conyugal tradicional, periodo de separación, relación de convivencia de cara a la galería (y nunca mejor dicho)... Entre ambos había amistad e intereses económicos, pero el matrimonio se estaba yendo a pique por los constantes líos de faldas de Leo. Harta de sus infidelidades, Ileana en 1959 finalmente obtuvo el divorcio... aunque ello, curiosamente, sirvió para reafianzar su relación. Tanto él como ella volverían a contraer matrimonio (él, dos veces), pero siempre mantuvieron su amistad.


La trayectoria vital y profesional del galerista no puede ser comprendida sin la influencia de Ileana. No solo porque ella era quien tenía dinero para comprar obras, sino porque hay quien asegura que era la verdaderamente entendida en arte moderno y que Leo, al principio, se limitaba a explotar su don de gentes e innata astucia para los negocios.


De hecho, fue Ileana quien a principios de los 60 lo convenció para exponer a Andy Warhol, que por entonces se ganaba la vida como ilustrador publicitario. Leo se mostraba reticente, en parte porque acababa de lanzar a Roy Lichtenstein, otro artista de estilo comparable, y en parte porque estaba ‘chapado a la antigua’ y no se sentía cómodo en compañía de un homosexual ostentoso como Warhol.


Lichtenstein y Warhol fueron los mascarones de proa de un nuevo movimiento artístico, el pop art, del que Castelli dudó al principio, pero que, en cuanto percibió su auténtica dimensión, no dudó en promocionar a conciencia. Nadie logró como él vender en Europa a los nuevos artistas americanos.


Durante los 70, Castelli siguió haciendo gala de su mágica capacidad para descubrir artistas: Frank Stella, Donald Judd, Joseph Kosuth, Richard Serra, entre otros, pero las cosas empezaron a decaer en los 80. El arte empezó a dejar de ser entendido como un negocio entre caballeros y el ‘todo vale’ se impuso a la hora de colocarles obras a los nuevos ricos de Texas o Miami. En un mundo así, Castelli mismo reconocía haberse convertido en un personaje de otro tiempo. Eso sí, hasta su fallecimiento, en 1999, siempre elegante, nunca tuvo una palabra fea para nadie. Por lo menos en público.

TÍTULO: ¿Con qué trabajadores empatizamos más?

Saturnino Gómez pregunta a Eduardo Punset.


«Soy funcionaria; no voluntaria», rezaba una pancarta solitaria de una manifestante contra los recortes sociales. Era una manera gremial de recordar que dependía de un sueldo gubernamental, fijado por ley o por convenio, y que el trabajo que desempeñaba no era voluntario, sino algo remunerado más o menos convenientemente.


Si en lugar de ser funcionaria hubiera sido dependienta de una carnicería, su pancarta habría podido recordar: «Soy empleada a sueldo. No funcionaria». Seguramente habría querido indicar que no se le garantizaba un sueldo mensual para toda la vida porque, al contrario del caso anterior, no pertenecía al grupo privilegiado de los funcionarios a quienes se podía recortar el sueldo en caso de grave crisis económica, pero en modo alguno prescindir de sus servicios.


Si en lugar de ser dependienta de una carnicería hubiera sido propietaria en régimen de autónomos de una tienda de camisetas para niños, su pancarta hubiera podido decir: «Soy trabajadora autónoma. No soy funcionaria». La amenaza de una expropiación hipotecaria no había desaparecido porque habían disminuido los ingresos a raíz de un bajón en las ventas por culpa de la crisis, que afectaba a todo el mundo, o casi.


Si en lugar de ser propietaria de una pequeña tienda fuera empleada de un banco para calcular el riesgo de las inversiones en las que se había comprometido su departamento, su pancarta hubiera podido recordar: «Soy empleada de banca. No soy funcionaria». Estaba casi segura de que las inminentes fusiones bancarias para racionalizar este negocio la dejarían sin puesto de trabajo porque sobraba gente, según los nuevos y bajos ritmos de actividad. No estaría de más que recordara su condición de no funcionaria para que nadie se desentendiera de su futuro.


Si en lugar de ser una empleada de banco lo fuera de una organización sindical, su pancarta podría decir: «Trabajo en una organización sindical. No soy funcionaria». «No eres funcionaria, pero casi», pensarían muchos manifestantes; los sindicatos son, afortunadamente, organizaciones muy poderosas en los sistemas democráticos, nada comparables a las fluctuaciones a las que está sometida una carnicería o una tienda o incluso los empleados bancarios.


Si en lugar de ser empleada de una organización sindical fuera un joven maestro que, a no ser por los recortes, habrían incluido entre los nuevos profesores, o un joven médico en condiciones parecidas y con un futuro igualmente afectado por la crisis, sus pancartas en la manifestación rezarían: «Soy maestro sin clase o médico sin pacientes. No soy funcionario».


Todo esto me hizo pensar la pancarta de la mujer en la manifestación contra los recortes que rezaba: «Soy funcionaria; no voluntaria». Era difícil no empatizar con ella: tenía su trabajo fijo y de pronto, por arte de birlibirloque, a su sueldo le aplicaban un pequeño recorte para que también ella contribuyera al saneamiento probable de la crisis.


Ella no había provocado la crisis, como tampoco lo había hecho la carnicera, la propietaria de la camisería, la empleada de banca, la sindicalista, el maestro o el médico. Ahora bien, de todos los amigos a los que he preguntado cuál de todas ellas estaba siendo sofocada de la manera más injustificada, nadie me mencionó a la funcionaria de la primera pancarta. Todos se compadecían de la empleada, a quién no se le había garantizado nada de nada, salvo unos días adicionales de paga a raíz de determinadas conquistas salariales.


La misma pregunta se la hago ahora a mis lectores. Con motivo de los recortes la carnicera, la empleada en la tienda de camisetas, la empleada de banca, la sindicalista, el maestro y el médico perdieron todos su puesto de trabajo. Al sueldo de la «funcionaria, pero no voluntaria» se le aplicó un recorte.


Hay tantas manifestaciones a las que acudir que apenas me queda tiempo para ir a la última. ¿A cuáles irían mis lectores?.

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