domingo, 25 de marzo de 2012

EL BLOC DEL CARTERO QUINIENTAS--Madrid-Las Vegas./ El Yonatan y la Jessi.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO- QUINIENTAS--Madrid-Las Vegas.

Tradicionalmente, los gobernantes ejercían una suerte de `disciplina moral´ sobre sus gobernados, a imagen de la que los padres ejercen sobre los hijos. Ejercer tal disciplina moral no era una labor exenta de peligros, pues la tentación totalitaria podía convertir al gobernante en una suerte de `confiscador de almas´ que se inmiscuye en la conducta privada de sus gobernados; pero renunciar a ejercerla puede favorecer malformaciones sociales todavía más peligrosas. Al gobernante no le corresponde moldear la conciencia moral de sus gobernados; pero sí, desde luego, fundar la convivencia sobre juicios morales objetivos. Pongamos que a un señor de tendencias vandálicas le gusta destrozar cuanto pilla a su paso: el gobernante no podrá imponerle que se líe a patadas con los jarrones chinos que adornan su casa, pero sí podrá impedir que queme papeleras en la calle; y, evitando que queme papeleras en la calle, conseguirá que el mal que aqueja a ese señor vandálico no se extienda a otros señores pacíficos, y hasta puede que contribuya a dulcificar el carácter del señor vandálico, que al reprimir su pulsión destrozona tal vez (esto ya es más improbable) acabe por respetar los jarrones chinos de su casa. El problema empieza cuando el gobernante renuncia a formular un juicio moral objetivo ante los vandalismos del señor que quema papeleras en la calle; y se complica cuando el gobernante, después de hacer cuentas, considera que quemar papeleras en la calle le resulta económicamente beneficioso, pues así se ahorra tener que trasladar los desperdicios a un vertedero. En las últimas semanas he leído en la prensa que Madrid pretende ser sede de un «parque temático para adultos». La expresión, pretendidamente eufemística, resalta todavía más la naturaleza inmoral del proyecto: se trataría de erigir una suerte de sucursal de Las Vegas, un emporio dedicado al juego, pululante de casinos y demás establecimientos aproximadamente prostibularios que florecen en su derredor. Por supuesto, para justificar la erección de semejante Babilonia pútrida, la presidenta Esperanza Aguirre ha invocado razones de índole económica: se crearían muchos `puestos de trabajo´, se atraerían ingentes cantidades de `turistas´, etcétera. Todo muy asépticamente expuesto, prescindiendo de la calificación moral que un proyecto de tales características merece; o, más cínicamente aún, sustituyendo tal juicio moral por un batiburrillo de mentecateces estrambóticas: en declaraciones a un programa de radio, Esperanza Aguirre ha llegado a afirmar que Las Vegas «ya no tiene nada que ver con lo que era hace cuarenta años»; y que quienes a ella ahora acuden lo hacen atraídos por su oferta cultural: congresos, conciertos, obras de teatro, deportes, etcétera. Descubrimos de este modo que ahora a los cónclaves de puteros los llaman `congresos´; a los espectáculos de strip-tease `conciertos´ y `obras de teatro´; y a la ruleta, el blackjack y la máquina tragaperras, deportes. Cuando nuestros gobernantes renuncian a formular un juicio moral objetivo sobre las cosas, es inevitable que se enzarcen en juegos semánticos surrealistas; lo cual resulta tan patético como hacerse trampas al solitario.

La realidad moral es que la ludopatía es un mal objetivo, que destruye a quienes la padecen y, por extensión, a quienes la vida ha puesto en su camino. Y cuando la ludopatía, que es un mal objetivo, se fomenta y agasaja, convirtiéndose en `celebración´, termina mezclándose con otros males igualmente arrasadores que encanallan todavía más a quienes la padecen y, por extensión, a quienes la vida ha puesto en su camino. Un gobernante cabal no podrá impedir que sus gobernados sean adictos al juego o al sexo mercenario; pero deberá impedir a toda costa que tales lacras invadan la vida social. Un ‘parque temático para adultos’ es una indignidad, se mire por donde se quiera; y si se mira por el ángulo del beneficio económico, la indignidad todavía adquiere magnitudes más pavorosas. Pero hasta de las mayores indignidades se puede extraer una lección moral: y el proyecto de este ‘parque temático para adultos’ que aspira a convertir a Madrid (¡en reñida competencia con Cataluña!) en una sucursal de Las Vegas nos demuestra que, allá donde los pueblos (con sus gobernantes al frente) renuncian a los principios morales, a la postre hasta sus medios para ganarse el sustento acaban atándolos a la inmoralidad. Seguramente, este `parque temático´ para adultos’ procurará muchos `puestos de trabajo´ y atraerá muchos `turistas´: tantos, por lo menos, como los burdeles de Tailandia.

TÍTULO: El Yonatan y la Jessi.

A veces, cuando me empitono con el personal, se me va un rato la pinza de la ropa y pido napalm a gritos, incluido para mí, algún colega me dice eso de pírate, tío, tú que puedes. Para qué sufrir con el paisaje. Pero es que no es lo mismo, suelo responder. A mí me gusta esto incluso con letra pequeña. Me pone mirarnos hablar, pelear, sufrir, soñar, equivocarnos o acertar. Debe de ser mi fondo de alma friki –lo afirma un fan del Príncipe Gitano y de los Chunguitos–, pero soy incapaz de resistirme ante un producto racial de aquí, bien elaborado. A veces voy por la calle y debo contenerme cuando me lo topo, sobre todo cuando llevo corbata y voy formal, para no darle un abrazo y besarlo en la boca. O besarla. Y es que al final acabas tomándole cariño a la peña. Tan irrepetible, oigan. Tan nuestra. Es un perro y se le quiere, así que calculen. Con las personas humanas. Los españoles de España.

Siempre creí, verbigracia, que el Manolo clásico de tripa cervecera y puticlub, heredero de aquel macarra de playa sesentón –maricona colgada de la muñeca y bañador slip leopardo–, era modelo definitivo, acabadísimo, de nuestras esencias. Que nada podría sustituirlo en mi corazón. Pero erraba. Hace tiempo, lo noto, que otros nuevos afectos me rondan el órgano. El jueves pasado, sin ir más lejos, viví un momento glorioso. Perfecto. Me encontré por la calle a una pareja de jóvenes, parte de un grupo que estaba un poco más allá en la puerta de un bar, y lo que primero oí fue la música, que atronaba la calle por los altavoces de un Megane tuneado. Luego asesté pupila: él y ella. Poligoneros de manual. Tan clásicos de pinta, que tecleas en Google los nombres Yonatan y Jessi, por ejemplo –O Vane, o Yasmi, o Viky, o Mati, o Soralla–, y salen sus fotos. Entonces le oí a la pava la primera frase:

–¡Apaga sa músika que mestoy vorviendo loka!

Mirá a la parte masculina del binomio: el chacho estaba situado al volante del buga, con una lata de garimba encima del salpicadero, y sentada la choni a su lado en la acera, ella con tanta pintura de colorines en los ojos que no podía ni levantar los párpados y la cara como empolvada de colacao, un piercing en el belfo inferior, botas de pelo hasta la rodilla, el pantalón de caja bajísima dejando ver la mitad superior de dos rollizos glúteos, un tanga negro y un tatuaje verde en chino, o japonés, o de por ahí. Y en ese preciso instante, la culomoto, tras darle una honda calada a un truja que tenía entre las uñas pintadas de color fursia, pronunció esta frase inmortal:

–¡Me tiés rayá hasta la pipa del coño!

Se me fueron otra vez los ojos al jambo, como es natural, y he de reconocer que mi afecto por su especie urbana subió, en el acto, varios puntos. Era un clásico: dos cadenas de oro al cuello, gafas pastilleras, camisa Rodweiler, vaqueros cagaos, Nikes de muelles, pelo a lo cenicero estándar con mechón engomado, y muy concentrado tecleando algo en el Iphone, posiblemente un mensaje a algún colega, del tipo «AnoSie cojiMo uN siego wapo», «le kiTao el tuvo esKape y petA que t kgas» o «Pa mi Ca la Yeni la tngO preñá». El caso es que, impasible, muy torero, el Yonatan, o el Arón, o el Kevin, o el Grabiel, como se llamara, movió a un lado la cabeza, miró a la jambrina con lenta indiferencia –observé que el pavo llevaba un pendiente de oro en una dumba–, y adoptando una expresión singular de kie poligonero, a medias entre Clin Isbud, Yustin Gueber y Andy y Lucas, perfeccionada, supongo, en cientos de noches de botellón o discoteca, sexo sin protección, pastillas y gangrenas de colores, trallazos de nieve, cristal, ladillas galopantes y soplidos en controles de alcoholemia, respondió:

–No me chines, tía. ¿Sabes lo que te digo?

Y siguió tecleando. Para ese momento yo me apoyaba en la pared más cercana, entusiasmado, buscando apresuradamente el Pilot V7 azul y un papel para anotar aquello antes de que se me olvidara. Y mientras tomaba las primeras notas al dorso de un recibo de cajero automático –saldo insuficiente, decía el hijoputa–, vi cómo la loba se ponía en pie, airada, se acomodaba las bufas en el escote del top ombliguero color verde fosforito, se rascaba justo entre las ingles, fuerte y sistemáticamente, y luego, sin descomponerse demasiado, le pegaba una patada a una llanta tuneada del coche, antes de pronunciar una frase que esa misma tarde, en el pleno de la Real Academia Española, tuve el gusto de repetir, fascinado, a mis respetables colegas:

–Te vi a zampar una ostia más rápido que deprisa.

Y es que son –somos– unos genios. Aunque no lo sepan. O sepamos.

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