domingo, 4 de marzo de 2012

A FONDO.Un millón y medio de familias desesperadas.PARO./ Japón, año cero.

TÍTULO: A FONDO.Un millón y medio de familias desesperadas.

Ese es el número de hogares españoles donde todos sus miembros están en paro. Familias que hasta hace poco no conocían la necesidad ahora están atrapadas en una espiral de pobreza de la que no pueden salir. Hemos dado voz a tres de ellas. Lea. Podría ser su vecino, podría ser usted.
FAMILIA DÍEZ TOBA, GALICIA-foto.
``No me da vergüenza nuestra situación. He trabajado durante 23 años. Sólo quiero un empleo´

En paro desde hace dos años. Tres hijos. Ingresos: 426 euros por subsidio de desempleo

FAMILIA MAORÍ GARCÍA, VALENCIA ``Menos mal que tenemos a la familia. Hemos hecho una piña y vamos aguantando´´

En paro desde hace dos años y medio. Cinco hijos. Ingresos: La pensión de la madre de ella -336 euros- y otros 300 que le pasa su exmarido.
FAMILIA AJENJO CARMONA, GRANADA
``Lo importante es comer, me fui llorando a ver al párroco. Nos dieron arroz, harina...´´

En paro desde hace cuatro años. Cinco hijos, sólo la menor vive con ellos. Ingresos: 400 euros al mes.

PARO:

Ése es el número de hogares españoles donde todos sus miembros están en paro. Familias que hasta hace poco no conocían la necesidad ahora están atrapadas en una espiral de pobreza de la que no pueden salir. Hemos dado voz a tres de ellas. Lea. Podría ser su vecino, podría ser usted.



Un millón y medio de hogares españoles tienen a todos sus miembros en paro
. Para ser exactos: 1.575.000 familias. Como las estadísticas son abrumadoras, pero frías, le hemos dado voz a tres de ellas. Pero este reportaje podría hacerse con cualquiera. ¿Quién no conoce el drama del paro de cerca? ¿Quién no tiene un familiar o un amigo sin empleo? Con casi un lustro de crisis a nuestras espaldas, lo peor no es que España haya entrado otra vez en recesión y estemos lejos de tocar fondo; lo peor es que esta situación se ha convertido en algo dolorosamente normal. Amplios sectores de la clase media, la columna vertebral del país, son hoy los nuevos pobres. Currantes de toda la vida, sin problemas de marginalidad, sin un accidente o una fatalidad de por medio que descarrile trágicamente sus existencias, se ven atrapados por la pobreza. La carne de estadística se ha convertido en carne de cañón.

«La pobreza es más intensa, extensa y crónica», denuncia Sebastián Mora, secretario general de Cáritas, cuyo último informe pone los pelos de punta. Familias que antes de la crisis de 2007 tenían un nivel de vida aceptable y cuyas necesidades básicas estaban cubiertas, ahora no pueden hacer frente al pago de su hipoteca, el colegio o la compra. Un tercio de los hogares tienen dificultades serias para llegar a fin de mes. Y el 22 por ciento está por debajo del umbral de la pobreza y debe arreglárselas para sobrevivir con unos ingresos inferiores a 7800 euros anuales, es decir, unos miserables 650 euros al mes. Casi se añoran los tiempos del mileurismo. Lo peor se concentra en Extremadura, Canarias y Andalucía. Entre los 27 países de la Unión Europea, solo Rumanía y Letonia tienen una tasa de pobreza más alta. Ni siquiera en Grecia, un país en bancarrota, la generalización de la pobreza es tan evidente como aquí.

Como la crisis viene de largo y va para largo, muchas familias han agotado o están a punto de agotar las ayudas estatales. De hecho, 580.000 familias no tuvieron ningún tipo de ingreso el año pasado. Los nuevos pobres no son indigentes. Y tampoco son analfabetos. El nivel de estudios es de formación profesional o secundaria, aunque muchos dejaron el instituto para subirse a un andamio. De hecho, Cáritas ha detectado nuevos tipos de usuarios entre las personas que acuden a los comedores sociales o que hacen cola en los bancos de alimentos: hombres separados que se quedan sin empleo y no pueden afrontar el pago de una pensión a su excónyuge, mujeres con cargas familiares no compartidas, parejas jóvenes con hijos... La supervivencia de la familia, la célula básica de la sociedad, está en juego.

Y es precisamente la familia lo que ha retardado el impacto brutal de esta crisis. Uno de cada tres abuelos ayuda a mantener a sus hijos en paro y a sus nietos con pagas que muchas veces rondan los 400 euros al mes. De hecho, la solidaridad familiar todavía consigue que gran parte de esta bolsa de pobreza siga siendo `invisible´ para el ojo no entrenado. Pero este bote salvavidas también se está hundiendo. Una de cada cuatro personas en riesgo de exclusión ya no tiene a un pariente que le eche un cable. «Si los muros de contención social desaparecen, se disparará la pobreza», advierte Mora, en referencia a los recortes en inversión social que planea el Gobierno. El riesgo de exclusión afecta a once millones de personas.

¿Hay luz al final del túnel?. Pues no se ve... Si trabajar por cuenta ajena es cada vez más difícil, montar un negocio es casi un suicidio. Los bancos siguen siendo remisos a dar créditos, pues les resulta más rentable invertir en bonos y deuda que en hogares y empresas. El 11 por ciento de las pymes no consiguen financiación, y cien mil autónomos se han dado de baja en el último año. Además, medio millón de extranjeros se han marchado a sus países de origen, 62.000 españoles han emigrado y otros tantos se lo están pensando. No es extraño que se hayan disparado las depresiones entre los desempleados. Lo que resulta más inquietante es que todo un país haya entrado en un bucle de pesimismo. Esta situación es equiparable a la que vivió la Generación del 98, cuando se perdieron las últimas posesiones de ultramar y España tuvo que mirarse sinceramente al espejo y reconocer que ya no era una superpotencia. Quizá es hora de volverse a mirar al espejo, aceptar que el sueño de opulencia durante la década del ladrillo no fue más que una ficción... y empezar de nuevo.


TÍTULO: Japón, año cero.

Hace un año, un `tsunami´ arrasó la costa nororiental de Japón y causó el peor desastre nuclear desde Chernóbil. Todavía quedan escombros, y la amenaza radiactiva permanece. Muchos supervivientes han abandonado sus hogares; otros se resisten. a hacerlo. para ellos, la radiactividad es ya parte de sus vidas.



Cada mañana,Yoshitomo Yoshida, un antiguo marinero que regenta el café Ikoi en Minamisoma (a 20 kilómetros de la central de Fukushima) mide la radiactividad con un contador Geiger de bolsillo conectado a su iPhone. El teléfono marca 0,06 microsieverts por hora, menos que una radiografía dental. Pero, a pocos minutos de allí, la ONG Heart Care Rescue –dirigida por el exsurfero y monje budista Bansho Miura– registra 11,43 microsieverts por hora junto a un colegio.


Con tales índices, se alcanzaría en cuatro días el límite de radiación permitido, que es de 1000 microsieverts anuales. A partir de 100.000 microsieverts acumulados al año aumentan las posibilidades de sufrir un cáncer, riesgo que también se corre con dosis menores pero continuadas.


«Aquí no permitimos a los niños jugar en el recreo porque la radiación era alta y tuvimos que remover la tierra y descontaminar el edificio», explica Yuichi Tamagawa, el director de otra escuela donde solo continúan 146 de sus 327 alumnos. El resto se ha marchado porque vivía en los 20 kilómetros evacuados en torno a la central
o por miedo a la radiactividad.


El 11 del marzo del año pasado, el terremoto más fuerte en la historia reciente de Japón –de magnitud 9– desencadenó un tsunami con olas de 21 metros que se cobraron 20.000 muertos y desaparecidos, arrasaron 600 kilómetros del litoral, destrozaron 800.000 casas y golpearon la central nuclear de Fukushima 1. Con sus sistemas eléctricos de refrigeración averiados, sus reactores se fundieron y provocaron varias explosiones cuyas fugas radiactivas obligaron a evacuar a 80.000 personas que vivían en 20 kilómetros alrededor de la planta atómica. Un año después del tsunami de Japón y el desastre nuclear de Fukushima, el accidente más grave desde Chernóbil en 1986, ya han sido limpiados la mayor parte los escombros que dejaron las olas gigantes, pero la radiación permanece.


En plena frontera con la zona de exclusión, Minamisoma se ha despoblado en el último año. Con el consiguiente cierre de bares, restaurantes y tiendas, solo quedan 42.000 de sus 73.000 habitantes. Los pocos que se atreven a pasear por sus desiertas calles, donde solo se oye el zumbido de los postes eléctricos, lo hacen con capuchas, guantes y máscaras.


A las afueras, un control de Policía impide el paso a la «zona prohibida» de Fukushima. Con permisos especiales y trajes aislantes, únicamente acceden los funcionarios del Gobierno y los 3000 operarios que trabajan entre las ruinas de la central para enfriar los reactores y desmantelarlos. A cada minuto entran y salen camiones con escombros y furgonetas de empresas constructoras subcontratadas por Tepco, la eléctrica que gestiona Fukushima 1.


«Las familias con niños pequeños no deberían quedarse en lugares con más de 3 microsieverts por hora como Watari, en la ciudad de Fukushima», aconseja Kenji Sasahara, doctor del centro de salud de Minamisoma. En su aparcamiento, bajo una tienda de campaña recubierta con paneles de aluminio, tres médicos pertrechados con siniestras máscaras y fantasmagóricos trajes blancos miden la radiación a los técnicos autorizados a entrar en la «zona muerta» de Fukushima. Es el caso de los funcionarios del Ministerio de Medio Ambiente que preparan la descontaminación de los pueblos abandonados junto a la planta atómica, donde la radiactividad llega a 100 microsieverts por hora.


A pesar de tan seria amenaza, una decena de residentes se niegan a abandonar la zona evacuada de Fukushima, donde resisten atrincherados sin luz ni agua. Son ancianos que no temen la radiactividad porque les queda poco de vida.


Todo lo contrario que Naoko Murase, una mujer de 34 años que vivía en Namie a la sombra de la central nuclear, donde su marido, Ryoichi, trabajaba como electricista. Junto con sus cuatro hijos, de entre 12 y 3 años, huyeron tras la primera explosión en la planta el sábado 12 de marzo. «Circulamos durante horas con nuestro coche sin saber adónde ir y, finalmente, pasamos la noche en el aparcamiento de un Seven Eleven. Al día siguiente, cuando llegamos a un refugio, descubrieron que teníamos mucha radiactividad y nos obligaron a darnos una buena ducha. No nos dijeron los niveles que sufríamos, pero se deshicieron de nuestras ropas y nos dieron los mismos pijamas desechables que vestían otros evacuados», recuerda Naoko en la casa prefabricada de 40 metros cuadrados que ocupa desde el verano a las afueras de la ciudad de Fukushima, a 60 kilómetros de la planta atómica.
Desde entonces, y en viajes organizados por el
Gobierno, ha regresado un par de veces a su antigua casa para recoger sus pertenencias más preciadas, como sus álbumes de fotos y los cordones umbilicales de sus hijos, que la tradición nipona manda guardar. «Nunca volveremos a nuestros hogares», se lamenta haciendo gala de la típica resignación asiática, convencida de que la radiactividad obligará a cerrar la «zona muerta» de Fukushima durante décadas o quizá para siempre.


En su interior se están viniendo abajo las casas abandonadas, carcomidas por la humedad e invadidas por las ratas y los matorrales que crecen sin control. Hasta aquí nunca llegará la reconstrucción del desastre natural más caro de la historia, que costará 150.000 millones de euros, durará más de cinco años y asfixiará la endeudada economía nipona.


A la costa nororiental de Japón, recorrida por idílicos pueblos pesqueros atrapados entre bahías de aguas cristalinas y frondosos bosques de cedros, el mar le daba la vida y el mar se la quitó. Pueblos enteros levantados a base de casas de madera fueron borrados del mapa por la virulencia del agua, que arrastró barcos de 330 toneladas como el Kyotoku Maru 18 a dos kilómetros de la costa en Kesennuma y varó coches sobre los tejados en los bloques de tres plantas.


Hoy, limpios de escombros, lugares antaño llenos de vida como Otsuchi son páramos desolados salpicados por un puñado de edificios de cemento en ruinas que aguantaron la embestida de las olas. Todo está vacío menos el cementerio, donde no caben más tumbas y las urnas con cenizas deben guardarse en los templos.
De negro, entre los cascotes de lo que fue su hogar en Minamisanriku, rezan los familiares del carpintero Toshifumi Sato en las vísperas del primer aniversario de la tragedia. «Su alma no descansa en paz porque no han encontrado su cadáver», se queja su hija, Yoshie Suzuki, que vivía en Minamisoma y perdió su casa no por el tsunami, sino por las fugas radiactivas.


Un silencio sepulcral, solo roto por los quejidos mecánicos de las máquinas excavadoras que arañan el suelo amontonando hierros retorcidos, tablones rotos de madera y neumáticos pinchados, inunda ahora el hueco que dejaron las almas perdidas de Rikuzentakata. «Mi marido, Yoshikazu, murió cuando fue a la guardería para salvar a nuestros nietos: Yue, Yuhi y Kazuki. Aún no hemos encontrado el cuerpo de Yuhi, que tenía cinco años y quería ser pianista». En una de las 150 casas prefabricadas levantadas para los damnificados en la Escuela Secundaria, la abuela Masako Sugawara llora prendiendo incienso ante los retratos que presiden el altar budista de sus difuntos. Para que a sus espíritus no les falte de nada en la otra vida, les ofrece a los niños unos ositos de peluche, y a su esposo el sake que le gustaba.


En medio de un ruido ensordecedor, un enjambre de grúas, excavadoras y hormigoneras derriban los últimos armazones que quedan en pie en Ofunato, cuya demolición está enriqueciendo a constructores como Kazuyuki Takahashi. «Me siento culpable porque el negocio ha mejorado, pero perdí a muchos amigos», confiesa con embarazo.


En Osawa, Taku Hakoishi y su esposa, Ruka, visitan a sus padres en una casa prefabricada para damnificados del tsunami donde aún pasarán varios años. El mar se tragó su presente y la radiación, su futuro.

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