domingo, 11 de marzo de 2012

LA CARTA DE LA SEMANA CON ORGULLO FRIQUI./ La muchacha y el pintor.

TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA CON ORGULLO FRIQUI.

Vivimos una época de recuelo y escurrajas en la que, a la descomposición de los `grandes relatos´ (pretendidas visiones omnicomprensivas del mundo que la modernidad impuso como alternativas a la visión religiosa) propia de la posmodernidad, se suma el desconcierto ocasionado por el derrumbe económico de Occidente. Y una de las expresiones más grotescas -y a la vez características- de nuestra época es el auge de lo que se ha dado en llamar `friquismo´. Aunque `friqui´, o `friki´ (del inglés freak, `monstruo´, `extraño´), no es término todavía recogido en los diccionarios, su uso es cada vez más frecuente; con tal palabra se designa a la persona de conducta estrafalaria que construye, en torno a sus manías y obsesiones, un universo autónomo más bien sonrojante que no se contenta con resguardar en los retretes de su intimidad, sino que lo airea sin rebozo, causando asombro o hilaridad entre quienes lo rodean. Naturalmente, todos tenemos algo de `friquis´ en potencia; quiero decir que todos cultivamos aficiones que el común de la gente juzgaría pueriles o enervantes. Lo que distingue al `friqui´ verdadero del `friqui´ potencial es el desparpajo satisfecho con que el primero exhibe tales aficiones; desparpajo que acaba convirtiendo tales aficiones en expresión orgullosa de identidad, incluso en fortaleza autista frente a un mundo exterior que se considera ajeno u hostil.

El `friquismo´ vendría a ser algo así como la versión remozada y terminal de aquel fenómeno de las `tribus urbanas´ propio de la llamada `contracultura´. Solo que en aquellas `tribus urbanas´ (que en realidad eran subproductos del propio sistema consumista, aunque ingenuamente se configurasen `contra´ el sistema) aún sobrevivía un gesto airado de inconformismo; gesto que era más bien aspaviento, desde luego, y además aspaviento inducido por el propio sistema, que de este modo se aseguraba el apacentamiento o domesticación de aquellos sectores juveniles que se pretendían rebeldes, dotándolos de una `estética´ maldita (que, en el fondo, era producto de la mercadotecnia) y de un seudopensamiento anarcoide que no era sino la expresión exasperada del aburguesado nihilismo ambiental. En el `friqui´, sin embargo, ya no sobrevive el malditismo propio de aquellas trasnochadas `tribus urbanas´; y la pose `contracultural´ propia de la primera fase de la posmodernidad es sustituida, en esta fase de recuelo, por una aceptación alborozada de los subproductos que la propia posmodernidad, cansada de sí misma, ofrece al consumo. Y así, el `friqui´ hace de estos subproductos el corazón de un nuevo culto entusiasta, seudorreligioso incluso, que colma por completo sus depauperados anhelos. Si las tribus urbanas eran una exasperación del nihilismo ambiental, el `friquismo´ es su aceptación resignada y, llegado cierto punto de autosugestión, dichosa. El `friqui´, al igual que el miembro de una tribu urbana de antaño, es hijo del sinsentido: el mundo, reducido a añicos tras el colapso de los sistemas de pensamiento que presuntuosamente trataron de actuar a modo de sucedáneos religiosos, ha extraviado su significado; solo que donde el miembro de una tribu urbana oponía al nihilismo ambiental su nihilismo enojado y rabioso, el `friqui´ rescata, entre los añicos resultantes del nihilismo ambiental, un añico cualquiera, lo encarama en un pedestal y le rinde culto idolátrico, organizando en su derredor un universo ficticio, complaciente y jovial que anestesia su rabia y su enojo.

El `friquismo´ se convierte, de este modo, en la victoria más apabullante del sistema, que puede alimentar a sus hijos más díscolos con las migajillas desprendidas de su proceso de descomposición. Ya ni siquiera tendrá que preocuparse de los previsibles accesos de violencia que el desarraigo o la falta de socialización provocaban entre los miembros de las tribus urbanas, porque el `friqui´ ha hecho de su propia falta de sociabilidad su `sociedad´ propia: la empalizada se ha convertido en refugio frente a la intemperie, en cárcel inocua y gustosa que garantiza la estabulación de grandes masas de jóvenes (y no tan jóvenes) alienados que, huérfanos de trascendencia alguna, viven engolfados en un micro-universo de subproductos lúdicos que, además de entontecerlos, aseguran su sometimiento a los engranajes del consumo. El `friqui´ se convierte así en el esclavo perfecto del sistema: orgulloso de su esclavitud, mientras sueña con superhéroes galácticos.

TÍTULO: La muchacha y el pintor-foto -.

Debió de ocurrir por el año cincuenta y tantos. Tengo un recuerdo preciso pero ingenuo de aquello, así que supongo debía de tener yo, entonces, siete u ocho años. Era sábado o día de vacaciones, porque no había ido al colegio y estaba tumbado en la hierba del jardín, a la sombra de un árbol, leyendo tebeos de la editorial Novaro -Roy Rogers, Hopalong Cassidy, Gene Autry o uno de ésos-. Era por la mañana, pues la luz del sol iluminaba los cipreses de la entrada, la cerca exterior y la puerta. Había alguien trabajando allí: un hombre joven, aunque a mí me parecía mayor, que pintaba la puerta de verde. Me fijaba en él porque al llegar, antes de empuñar la brocha, se había acercado a decirme algo que no recuerdo sobre los tebeos. Era moreno, con la camisa manchada de pintura y remangada por encima de los codos. Me pareció simpático.

Era primavera, creo. Hacía buen tiempo y las ventanas estaban abiertas. En una, limpiando los cristales, estaba una chica joven que trabajaba en casa. Ahora la llamaríamos empleada de hogar, pero entonces las palabras usuales eran sirvienta, criada o muchacha. De modo familiar, chacha. Tan familiar que, por ejemplo, a la señora que durante toda su vida trabajó para la familia de mi abuelo, y que murió muy anciana, viviendo en la casa, respetada y querida por todos, la llamamos siempre la chacha Encarna. Y todavía, al recordarla, nos referimos a ella así.

El caso es que esa mañana yo estaba en el jardín leyendo tebeos, el pintor dándole una mano a la puerta, y en la ventana la muchacha cantaba Campanera. A quien no haya vivido aquellos tiempos -la televisión no la conocí hasta los doce años- le será difícil hacerse idea de lo que era la radio en la vida de la gente: la música y la canción, donde destacaba la copla de modo absoluto. Si todavía hoy canturreo de memoria docenas de canciones españolas -Juanita Reina, Antonio Molina, Pepe Pinto-, es de oírlas mil veces en la radio, o repetidas por todas partes. No había casa que no tuviera la radio encendida, ni chacha que no cantase coplas. La nuestra tenía una bonita voz, y repetía lo de Dile que pare esa noria / que va roando, pregonando / lo que quieeeere de forma agradable. Era rubia, jovencita -estuvo con nosotros hasta que se casó y mi madre fue su madrina de boda-. Se llamaba Pepita. Limpiaba los cristales, como digo, cantando esa copla. Y en un momento determinado, el pintor, que de vez en cuando la miraba, se acercó a la ventana, mostrándole un brazo manchado de pintura, y le preguntó si no tenía aguarrás o algo para quitárselo.

Qué tiempos, oigan. Con lo bueno y malo que tuvieron, qué tiempos, de cualquier manera. Y qué pequeño e ingenuo era yo. Cuando el pintor se arrimó a la ventana, levanté la vista de los tebeos y me lo quedé mirando. Ya dije que era joven y moreno. Tenía el aire masculino, la cara atezada de trabajar al sol. Seguramente olía a sudor y al cigarrillo -supongo que negro y sin filtro- que le humeaba a un lado de la boca. También recuerdo su sonrisa: ancha, amable, un punto guasona. Con la rigurosa rectitud de un niño de entonces, aquello me pareció algo desenvuelto. Un punto descarado. Pero el pintor, como digo, me había dirigido antes unas palabras. Me era simpático. Así que seguí interesado la reacción de Pepita: al principio hizo como que no había oído la pregunta, y siguió cantando Campanera. Luego, cuando él insistió, lo miró muy seria, como si dudara, demorándose en la sonrisa del joven. Al fin, como con desgana, se retiró de la ventana y apareció en la puerta con una botella de aguarrás y un trapo limpio.

Recuerdo perfectamente la escena: el pintor con el brazo desnudo extendido, los párpados entornados por la colilla que le humeaba en una esquina de la sonrisa, clavados los ojos en el rostro de Pepita; y ésta, baja la mirada, sin mirarlo a la cara, cogiéndolo por la muñeca con aparente fastidio mientras frotaba con el trapo mojado en aguarrás la mancha de pintura del antebrazo y seguía cantando en voz más baja: Dicen que un perseguío / que anda escondío / la vino a ver. Aquello duró un par de minutos. Luego él dijo gracias; y Pepita, sin levantar los ojos, dio la vuelta y entró en la casa. Pero cuando ella apareció de nuevo en la ventana, cantando otra vez Campanera, observé que ahora miraba al joven a hurtadillas, mientras él seguía pintando de verde la puerta con la misma sonrisa en la boca. Y volví a mis tebeos con la sensación de haber presenciado algo nuevo y fuera de lo común: un rito secreto cuyo misterio me parecía entonces impenetrable, y que medio siglo después me provoca una carcajada de felicidad, recordando.

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